Starboard Value, que entró en liza con una participación de mil millones de dólares en Pfizer, es decir, menos del 0,5% del capital, está apuntando directamente a la cabeza y exigiendo ver rodar por el suelo la cabeza del CEO Albert Bourla.El caso huele a vendetta, porque Starboard está sacando todo su arsenal, asesorado y apoyado por el antiguo presidente y consejero delegado de Pfizer, Ian Read, cuyo protegido fue Bourla.
Ian Read es una leyenda en Pfizer. Fue él quien salvó al grupo en los años posteriores a la gran crisis financiera, cuando se enfrentaba al riesgo de una recesión aguda no muy distinta de la que le amenaza hoy. El hombre, por otra parte, no ha dejado una impresión duradera en todas partes. Gran parte del crecimiento que recuperó Pfizer tras su nueva dirección estratégica procedió de monstruosas subidas de precios, sobre todo en oncología.
Sea como fuere, las quejas de Starboard -y, sin duda, las de muchos otros accionistas- contra Albert Bourla son legítimas. Así lo dijimos el pasado diciembre en Pfizer, Inc: ¿Un ciclo para nada?.
Los detalles de las acusaciones de Starboard aún no se han hecho públicos, pero ya sabemos que el dedo acusador apunta a la estrategia de crecimiento externo tan agresiva del grupo. Tres cuartas partes de la providencial ganancia inesperada de Covid -92.000 millones de dólares caídos del cielo- se han redirigido hacia adquisiciones que han tardado en dar resultados.
El caso más emblemático es, por supuesto, el de Seagen, que fue comprada por 43.000 millones de dólares, es decir, un múltiplo de más de veinte veces sus ingresos, una cantidad que en su momento hizo que Merck, el otro candidato a la adquisición, se echara atrás, ya que tenía fama de poseer una cultura menos agresiva que Pfizer.
Otro motivo para el crujir de dientes -y otro clavo en el probable ataúd de Bourla- es la adquisición por 5.400 millones de dólares de Global Blood Therapeutics, que recientemente anunció que tendría que retirar del mercado su tratamiento contra la anemia falciforme por motivos de seguridad sanitaria.
Al mismo tiempo, a pesar de contar con una importante cartera de productos en desarrollo, Pfizer lleva mucho tiempo sin innovar ni en oncología ni en enfermedades raras, y también ha perdido el tren en lo que se refiere a tratamientos para la obesidad, el nuevo horizonte de la industria farmacéutica. Con este telón de fondo, los días de su actual consejero delegado parecen contados. La rentabilidad de Pfizer se ha erosionado y, el año pasado, el beneficio de explotación y el flujo de caja libre del grupo fueron muy inferiores a los de hace diez años.
No cabe duda de que Bourla estuvo brillantemente inspirado cuando firmó el acuerdo de asociación con BioNTech, pero este éxito extraordinario se considera ahora más un golpe de suerte que la consagración de una estrategia sólida. Sobre este tema, véase BioNTech SE : Valorización de chatarra, publicado en nuestras columnas el pasado mes de marzo.
MarketScreener, que intuyó que se acercaba la sentencia de muerte en esta ocasión, señala con el dedo otro gran error de gestión: a pesar de la providencial ganancia inesperada de la vacuna Covid-19, la deuda de Pfizer se disparó bajo la era Bourla, porque era inevitablemente difícil seguir una estrategia de crecimiento externo tan ambiciosa al tiempo que se distribuían cantidades récord de dividendos a los accionistas.
Es raro ver que los inversores activistas consigan influir en los planes estratégicos de los grandes grupos farmacéuticos. Todo parece indicar que no se trata más que de una cacería humana. ¿Y por qué no? A veces no hace falta mucho para convencer a los inversores de que revaloricen una acción y ofrezcan así al activista una jugosa y rápida plusvalía.