Recordemos que, a principios de año, los precios del crudo Brent rozaron los 140 dólares tras la invasión rusa de Ucrania, antes de estabilizarse en torno a los 120 dólares. Esta alineación de los planetas se debió en gran medida a una grave crisis energética, ya que en Asia escaseaba cruelmente el carbón y en Europa el gas. Al mismo tiempo, el boicot al petróleo proveniente de los Urales, o más bien las autosanciones de los compradores rusos de petróleo, exacerbaron las presiones sobre los precios.

Pero el ambiente ha cambiado radicalmente desde el verano pasado. ¿Los culpables? Temores de recesión, que suponen un riesgo cierto para el crecimiento de la demanda de petróleo. El consumo de petróleo ya está sufriendo las cicatrices de la actual ralentización económica, sobre todo en China, cuya demanda interna se resiente de la inflexible política sanitaria para combatir la propagación del Covid-19. Como resultado, se espera que la demanda china de petróleo se contraiga este año por primera vez desde 1990. En este contexto, los financieros temen el inicio de una recesión mundial, que pondría aún más en peligro el crecimiento de la demanda.

Hay que reconocer que este resultado es mérito de la OPEP, que, aunque le interese, nunca ha abandonado sus cuotas de producción a pesar de los requerimientos de la Casa Blanca.  Ya sea por clarividencia o por exceso de cautela, el cártel no ha modificado sus previsiones para 2023: tras haber aumentado en 2,55 millones de barriles diarios en 2022, la demanda debería crecer 2,25 millones de barriles diarios el año que viene.