La siguiente lista no es exhaustiva, pero la experiencia demuestra que la inmensa mayoría de las empresas que cotizan en bolsa pertenecen a una de estas seis categorías. A veces pasan de una a otra a medida con el tiempo y otras se adscriben a dos o más categorías.
Primera categoría: las venerables. Reputada, bien gestionada, consolidada, incluso líder de su sector, dispone generalmente de una sólida ventaja competitiva gracias a su escala y a una rentabilidad de dos dígitos sobre los fondos propios sin recurrir excesivamente al apalancamiento. Por ello, sus beneficios y dividendos crecen de forma lenta y constante, sin grandes contratiempos.
Adquirida a múltiplos de valoración atractivos, por ejemplo durante una recesión o una perturbación temporal en su sector de actividad, representa la inversión defensiva por excelencia, lo que no la convierte precisamente en una gran oportunidad. Esta es la categoría más utilizada por los inversores emprendedores como punto de partida.
Segunda categoría: las buenas pagadoras. También son maduros, pero han alcanzado un techo de cristal o un límite estructural que está agotando sus perspectivas de crecimiento y su rentabilidad. En esto se diferencia de la venerable.
Como sus perspectivas están bloqueadas, la creación de valor -véase El ABC del análisis financiero: creación de valor frente a destrucción de valor- se limita ahora a los dividendos que podrá repartir entre sus accionistas. El mercado la trata como tal, es decir, como una especie de bono subordinado.
Tercera categoría: las cíclicas. Como su nombre indica, es vulnerable a las recesiones económicas y opera en un sector difícil, intensivo en capital y competitivo, a menudo con una estructura de costes fijos y un endeudamiento elevados. Su rentabilidad puede ser disparatada un año, por ejemplo debido a un repentino desequilibrio de la oferta y la demanda, y catastrófica al siguiente.
Las cíclicas son una inversión a corto plazo -especulación- que a veces puede destacarse, sobre todo si se compra en el mínimo, es decir, el momento que precede al rebote pero que sigue a la deserción total de los demás inversores, disgustados por las pérdidas. Una situación de máximo riesgo sería, por el contrario, entrar en el máximo, en plena euforia, dada la insostenibilidad de la tendencia.
Cuarta categoría: las compradoras en serie. Esta categoría se deja llevar por las fusiones y adquisiciones para asegurarse el crecimiento, que entonces se califica de "externo". Brotan como setas durante los periodos de burbuja o euforia bursátil. Por el contrario, caen como moscas -se compran por una miseria o desaparecen- durante las recesiones.
Estas "compradoras en serie" suelen estar administradas por directivos carismáticos que son hábiles para captar capital a un ritmo sostenido y en condiciones preferentes. Su talento les permite financiar todo tipo de estrategias de agregación... para bien o para mal. En resumen, su estrategia tiene sentido cuando la rentabilidad de la inversión es buena, del mismo modo que amenaza con derrumbarse como un castillo de naipes cuando es precaria o incierta.
Quinta categoría: las situaciones especiales. Puede pertenecer a cada una de las categorías anteriores, o incluso puede ser una curiosa mezcla de ambas. Lo que la hace especial es que un inversor activista o la dirección se han hecho cargo de la empresa con la intención de reestructurarla en profundidad.
En la mayoría de los casos, la idea es vender tantos activos denominados "no estratégicos" como sea posible para restablecer la solvencia e intentar hacer brillar alguna joya oculta de la corona. Difíciles de evaluar, estas situaciones están reservadas a inversores sofisticados, idealmente familiarizados con la complejísima dinámica de gobernanza en torno a la cual se construye la estrategia de reorganización.
Sexta categoría: las estafas. Un ojo experimentado aprenderá a reconocerlas de un vistazo, o casi. Al abrigo de promesas grandiosas, la sociedad cotizada en cuestión vive a costa de sus inversores y les miente descaradamente; en realidad, es un vehículo para transferir riqueza de sus bolsillos a los de sus promotores.
Sus rasgos distintivos son casi siempre los mismos: una actividad operativa difícil de entender o discernir; una comunicación financiera tan opaca como construida en torno a promesas descabelladas; un equipo directivo con un pasado turbio, o en todo caso imposible de verificar, pero con una remuneración excesiva, gracias en parte a la distribución de opciones sobre acciones.