En el Foro Económico de Davos, celebrado la semana pasada, las sirenas estadounidenses entonaron sus melodiosos cantos, presentando a sus Estados como eldorados de la inversión en tecnologías limpias. Y los marineros (empresarios) europeos que no se habían taponado los oídos con cera de abeja (como los compañeros de Odiseo en la Odisea) se dejaron seducir por estas melodías. Los gobiernos europeos, en cambio, denunciaron una campaña agresiva.
 
Los ánimos cambiaron. Bruselas se quejó hace unos días del supuesto proteccionismo impuesto por el IRA, y gritó con fuerza que esta ley alienaba a los grupos europeos al discriminarlos. La Unión Europea, que antes soñaba con un puente transatlántico para sus empresas, quiere ahora retenerlas. 
 
¿Pero cómo? ¿Atándolas al mástil del barco, como Circe aconsejó a Odiseo para protegerse de los hechiceros acuáticos? ¿Elevando algunos obstáculos a la emigración de las pepitas tecnológicas del continente? No es probable.
 
¿Alineándose y ofreciendo los mismos incentivos? Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, ha sugerido al parecer una relajación de las normas europeas sobre subvenciones.
 
Desde la aprobación de la IRA, se han anunciado al menos 20 instalaciones nuevas o ampliadas de fabricación de energías limpias en Estados Unidos, más de la mitad de ellas por empresas extranjeras, y casi cada semana un fabricante de chips o baterías anuncia su intención de invertir miles de millones en Estados Unidos. A ver si la UE consigue frenar el flujo.