Entre ellas, la de FTX, plataforma dedicada al comercio de criptodivisas; la del grupo bancario Crédit Suisse; la del minorista Casino; y la del grupo de residencias de ancianos Orpea. En cada uno de estos casos se combinaron tres escollos que los inversores casi siempre hacen bien en evitar.

El primero era una contabilidad ilegible.

FTX operaba con un balance sobrecargado de activos virtuales alojados en paraísos fiscales, consolidados con material dudoso y auditados de forma aún más dudosa. Crédit Suisse, por su parte, arrastraba en su balance una miríada de activos indescifrables e ilíquidos frente a un gigantesco apalancamiento financiero.

La situación no era más clara en Casino, que estaba sobreendeudado y controlado por una cascada opaca de sociedades holding también sobreendeudadas; ni en Orpea, donde las actividades inmobiliarias y de explotación estaban mezcladas.

En todos los casos, las cuentas eran indescifrables e imposibles de examinar, incluso por analistas experimentados. La lección que hay que sacar de todo esto es que siempre hay que dar prioridad a las actividades fáciles de entender, para que los accionistas comprendan en qué se están metiendo.

El segundo escollo: los intereses divergentes entre la dirección y los accionistas.

Con motivo de su trigésimo cumpleaños, la prensa se atrevió a describir a Sam Bankman-Fried como "el próximo Warren Buffett". Dos años más tarde, fue condenado a veinticinco años entre rejas y a devolver los once mil millones de dólares que se habían evaporado en sus manos.

Si la ropa no siempre hace al hombre, esta conclusión no sorprenderá a quienes observaron de cerca las payasadas -y no sólo la ropa- del fundador de FTX.

El mismo espíritu crítico podría aplicarse a los métodos de Jean-Charles Naouri, un enarque brillante pero demasiado aficionado a la compleja ingeniería financiera, sin duda mucho más preocupado por su fortuna personal que por los intereses de sus accionistas minoritarios...

Lo mismo ocurre con los banqueros del Crédit Suisse, evidentemente más obsesionados por sus primas de fin de año que por la suerte de los accionistas de su grupo. En cuanto al círculo político-corporativo en la cúspide de la pirámide de Orpea, pronto quedó claro que se trataba de un nido de avispas que el sentido común dictaba que había que mantener fuera de la vista.

La lección que cabe extraer, aunque parezca obvia, es que es preferible favorecer a equipos directivos competentes y transparentes cuyos intereses personales, por encima de todo, estén bien alineados con los de los accionistas minoritarios.

Tercer escollo: actividades económicamente inviables.

¿Podemos imaginar honestamente que FTX podría seguir transfiriendo miles de millones de euros a través de paraísos fiscales en total opacidad sin incurrir en la ira del regulador? ¿Que Crédit Suisse o Casino, con su serie de pérdidas y malos resultados, saldrían milagrosamente del atolladero? ¿O que Orpea lograría algún día crear valor tras una década de inversiones de crecimiento no rentables?

La lección aquí es que es mejor mantenerse alejado de las empresas problemáticas, o de aquellas con un persistente tufillo a azufre. Distinguirlas de las empresas de éxito es, después de todo, bastante fácil: las primeras están llenas de una mala sorpresa tras otra; las segundas, en cambio, están llenas de una buena sorpresa tras otra...